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El derecho de asilo. El último derecho (humano)

Arsenio G. Cores, abogado en Derechos Humanos

Madrid, 20 de junio de 2016. Las personas refugiadas, explica el filósofo Zygmunt Bauman, son seres humanos residuales, expulsados de sus países de origen y no queridos en los países de destino. En un mundo conformado por Estados soberanos que exige identificar la posesión de los Derechos Humanos a través de la ciudadanía de un Estado, las personas refugiadas, conforman la parte más vulnerable de la humanidad. Aunque, paradójicamente, son calificadas como amenaza para los Derechos Humanos de la población autóctona. Estigmatizadas. Excluidas. Expulsadas.

 En los últimos años, las personas refugiadas están llegando a Europa en busca de asilo en cifras sin precedentes. Huyen de conflictos armados como los que tienen lugar en Siria, Mali, Iraq o en República Centroafricana, y también de otras situaciones de violaciones de Derechos Humanos generalizadas en diferentes partes del mundo. La mayoría no logra alcanzar las fronteras europeas. Y si lo consiguen, en gran número son rechazadas.

Ante esta situación, la respuesta oficial de la Unión Europea (UE) a la mal llamada “crisis de los refugiados” –así, en masculino intencional aunque el 70% de las personas refugiadas son mujeres, niñas y niños– está constituida por políticas cada vez más restrictivas, escoradas progresivamente desde el ámbito de los Derechos Humanos al de la seguridad nacional, de la acogida humanitaria y la solidaridad a la criminalización de las personas refugiadas, que son retratadas como una amenaza para el statu quo de la población europea.

Estas políticas suponen la práctica imposibilidad de acceso al territorio europeo para las personas refugiadas –mientras se promueve y facilita el acceso al turismo–, la denegación injustificada de numerosas solicitudes de protección, la consiguiente devolución al país de procedencia y, finalmente, la muerte y desaparición de cantidades ingentes de personas que tratan de cruzar el Mediterráneo, más de 30.000 en los últimos 15 años.

La realidad exhibe la fragilidad de la UE como espacio de libertad, seguridad y justicia: el acuerdo con Turquía para la devolución de las personas refugiadas que lleguen a Europa desde sus costas supone la consideración de “país seguro” para el más veces condenado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por la violación de la prohibición de la tortura y por perpetrar tratos inhumanos o degradantes. De igual forma, el proyecto de construcción del muro por parte del Gobierno húngaro y las presiones por parte de la Comisión Europea a las autoridades griegas para que modifiquen su sistema judicial de recursos para expulsar masivamente con mayor celeridad a las personas solicitantes de protección han sido sólo algunos de los pasos más recientemente dados en el proceso del precarización del derecho de asilo en la UE.

La cantidad no puede limitar los derechos

 La UE aduce el aumento del número de solicitantes de asilo en los últimos años como justificación de sus políticas de asilo. Una excusa falaz. Primero porque la cuestión cuantitativa no puede limitar la calidad de los Derechos Humanos. Y segundo, porque la UE, a pesar del aumento en las cifras, está acogiendo a población refugiada por debajo de sus posibilidades. Los datos son bien elocuentes: mientras los países “industrializados” –según denominación del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, ACNUR– acogen únicamente al 6% del total de la población mundial merecedora de protección, los países en desarrollo acogen al 94%.

El derecho de asilo es el último derecho. Inalienable, como son todos los Derechos Humanos. Es el único que les queda a las personas refugiadas cuando el resto han sido o están siendo violados por el Estado que debiera garantizarlos. Un derecho que debe leerse y aplicarse bajo la luz del Derecho internacional de los Derechos Humanos, integrado en la fortaleza de su conjunto normativo, ya que es la universalidad jurídica de los Derechos Humanos la que ha superado al localismo soberano de los Estados, aunque estos no quieran aceptarlo.

El derecho de asilo se refiere a la protección de personas que no son ciudadanas del Estado que debe aplicarlo. Trata de personas extranjeras, bajo el estigma de la otredad. Y es por esto que el elemento central del derecho de asilo, la protección de la persona cuando su Estado de nacionalidad o residencia le persigue o no puede protegerla, se convierte en marginal y se hace prevalecer su condición de extranjera y, por tanto, sometida unívocamente al control discrecional sobre la transgresión de la frontera, reflejo mediato (del espejismo) de la soberanía estatal. La posibilidad de otorgar asilo se configura entonces como una potestad graciable del Estado y no como un derecho subjetivo de la persona. Como un Derecho Humano consciente y progresivamente desnaturalizado. Mutilado.

Entretanto las personas refugiadas continúan tratando de llegar a Europa, de obtener protección en el territorio del planeta con mayor nivel de respeto de los Derechos Humanos para su población autóctona. Una Europa que, por contra, le niega el acceso y el derecho de asilo a la población perseguida que llama a sus fronteras, elevando muros y vallas. La paradoja es brutal: las personas que lograron salvar sus vidas huyendo de las guerras en sus países pierden la vida, desaparecen en la fosa mediterránea, tratando de obtener protección. Una protección a la que, según el Derecho internacional de los Derechos Humanos tienen derecho, pero que para los Estados dependerá de su decisión soberana.

 Y en esta falaz dicotomía, el derecho de asilo se ahoga en la UE. Y con él, el resto de Derechos Humanos que la Unión dice tanto defender. O que quizá defiende sólo para las personas que considera ciudadanas.